martes, 1 de abril de 2014

-Cuentan los pueblos que viven por el río-

Un cuento de Melissa Cardoza.



En memoria de Paula y Tomás

Contando historias, los seres humanos entendemos y vamos hilando nuestras vidas o las deshilamos para volver a empezar. 
En Honduras, país donde ir a la escuela o poner atención a los medios de información es refuncionalizar la ignorancia nacional como estrategia de dominio y extender la subordinación como un manto de vergüenza sobre todas nosotras, son los cuentos fuera de las instituciones los que más nos alumbran los pasos. La historia oficial es el relato único, blanqueado, insípido, machista y eficaz con el que dormita el pueblo de Honduras. Esa historia se acompaña de himnos nacionales, de colores y fiestas patrióticas, de fechas absurdas y personajes masculinos racializados según la necesidad, pocas veces indígenas, casi nunca negros. 
Los cuentos de los pueblos se transmiten bajo pinos y robles; en grupos que se juntan en las milpas, cañales, pulperías, cantinas, alrededor de focos de mano o la fogata, bajo los aleros de las casas comunales, ermitas, escuelas, capillas; en las cocinas que huelen a café y maíz, en la ocupación de la tierra, en la asamblea junto al río y en la fiesta local. Ahí donde hay niñas y ancianos, hombres y jovencitas, mujeres que saben si va a llover o si está barato el tomate y dónde se puede refugiar la vida cuando la alcanza la violencia tan cotidiana para ellas. Estas historias se narran en las comunidades que hacen crecer las hijas, el maíz oscuro y los ayotes. En los barrios donde se protege la esperanza y resuenan las balas asesinas como sonido de películas que una quisiera no fueran ciertas. En todos los lugares donde suceden las lluvias y las noches estrelladas, los soles que pasan, donde se construyen las resistencias a contramano de lo permitido. 

Esos cuentos son los que hacen posible las luchas colectivas. Esas historias son mundos hechos, haciéndose y por imaginar, que viven de maíz, de sal, de deudas impagables, de amores diversos y de sangre de gente que se juega la vida por su lucha que es por la vida. 
Esta historia que narro es recuperada de las gentes que la hacen y no de libros ni voces profesionales. Es sobre una resistencia en particular, en una comunidad indígena del pueblo lenca, cruzada en su territorio y emoción por el río Gualcarque, enorme y poderoso que atraviesa los siglos desde antes de que vinieran ellos y que se ha convertido en objeto de avaricia de empresas nacionales y transnacionales para la producción de energía eléctrica que pretenden vender a buenos precios para sus millonarias ganancias. 
La historia sucede ahora. Está ocurriendo mientras leen este texto y aún no se han concluido ahí todas las jornadas. La comunidad de Río Blanco, Intibucá, tiene años en esta lucha, pero este texto se reduce a contar algunas de las lecciones que hemos aprendido desde el primero de abril del año 2013, cuando bajo un roble, llamado el roblón, cientos de personas decidieron hacer una toma y evitar que su río fuera apresado y su voluntad común secuestrada. Han pasado nueve meses y la toma persiste. 
Agradezco las palabras, el tiempo, las tortillas y sonrisas de Munda y su familia, de Chico y sus compañeros y compañeras de lucha, de Gloria y su modo de entender cómo se debe luchar y ganar, todas allá en la montaña rodeadas de asesinos y solidaridades. 
Mi reconocimiento feminista y cariño profundo a Berta Cáceres y su inclaudicable cabellera, palabra y acción rebelde que comparte e inspira; y a quien ningún macho puede ya detener.